¡Cuánto cuesta comer sano! / Aurora Díaz

Fecha: 31-Jul-2019

Aurora Díaz Bermúdez
Unidad de Hortofruticultura
   Centro de Investigación y Tecnología Agroalimentaria de Aragón (CITA)
Instituto Agroalimentario de Aragón (IA2)
adiazb@cita-aragon.es

Numerosos estudios apuntan al hecho de que una dieta sana resulta más cara que la alternativa menos saludable. Sin embargo, los términos “caro” y “barato” son un tanto vagos, ya que, si en un escenario más global se incluyen los costes sanitarios que acarrean los tratamientos de los trastornos derivados de la obesidad (como las enfermedades cardiovasculares y la diabetes) o, en general, los provocados por una dieta poco saludable, puede que entonces una alimentación sana sí que resulte rentable. En cualquier caso, esto explicaría el hecho de que las primeras posiciones del ranking de prevalencia de obesidad estén copadas por países con economías poco desarrolladas. Gran parte de la población de dichos países no puede permitirse una dieta equilibrada y sana, por lo que recurre al saciado con comida procesada, generalmente muy calórica. Desde luego, este es un problema complejo en el que influyen multitud de factores. Por ejemplo, Estados Unidos ocupaba la posición decimoquinta en el mundo en términos de porcentaje de población obesa según el informe de la Organización Mundial de la Salud de 2016. Uno de los principales factores que se esgrimen para explicar el menor precio de la comida procesada allí son las cuantiosas subvenciones gubernamentales a los productores de los ingredientes básicos presentes en la misma. España, a pesar de ser la “huerta de Europa”, tampoco se libra de la sombra de la obesidad, cuya prevalencia ha ido creciendo en las últimas décadas, situándose entre los 10 primeros puestos a nivel europeo (Figura 1).

No cabe duda de que los alimentos no procesados más sanos, ya sean carnes y pescados o frutas y verduras, son perecederos y, por tanto, conllevan un mayor coste, tanto en términos de transporte y conservación, como en pérdidas debido a su corta vida útil. Esta podría ser la principal razón por la que la dieta sana basada en productos frescos resulta todavía asequible en pequeñas poblaciones donde el mercado de cercanía es el modelo predominante. En cualquier caso, resulta razonable que los picos de consumo de hortalizas frescas en España (aunque esto probablemente sea generalizable) coincidan con los “valles” en la curva de sus precios (Figura 2).

Por otro lado, además del ahorro meramente económico que se deriva del consumo de alimentos procesados, no debemos olvidar que también ofrecen un ahorro en términos de esfuerzo y tiempo y, en las sociedades modernas, la expresión “el tiempo es oro” cobra más sentido que nunca.

En lo que atañe a alimentos de indudables beneficios para la salud, como son las frutas y verduras, ¿qué podríamos hacer los investigadores para contribuir a aliviar esta situación? Probablemente mucho y en muy diversas áreas, al tratarse de un problema con muchas aristas.

En primer lugar, podría pensarse que aumentos en la productividad de los cultivos conllevarían un abaratamiento de los productos (aunque la realidad es que las leyes que rigen los mercados no son tan simples). De todos modos, la mayoría de las variedades se hallan en el límite de su productividad, por lo que la única forma de aumentarla sería disminuyendo las pérdidas, por ejemplo, confiriéndoles resistencia a plagas y enfermedades y tolerancia a estreses abióticos. Este último aspecto cobra especial importancia en el marco del cambio climático, con la búsqueda de cultivos resilientes que minimicen su impacto negativo. Otro modo de conseguir incrementar la productividad podría ir encaminada a aumentar la eficiencia de conversión en biomasa de los cultivos. Esto comportaría a su vez numerosos beneficios de tipo medioambiental derivados de un consumo más bajo de agua y de una menor dependencia del uso de fertilizantes.

Sin duda, entre los factores primordiales que afectan al precio de frutas y verduras se halla su corta vida útil. En este sentido, los avances en las tecnologías postcosecha han conseguido prolongar el tiempo durante el cual las frutas y verduras mantienen, no solo sus propiedades organolépticas y cualidades nutricionales, sino también la seguridad alimentaria. Esta es una disciplina muy amplia que abarca innovaciones en cuanto al envasado y la preservación de los productos, pero también en aspectos fisiológicos de los cultivos. El problema también se ha abordado desde el prisma de la biología molecular. De hecho, el primer alimento modificado genéticamente que se comercializó consistió en un tomate en el que se había ralentizado el proceso de maduración.

Por supuesto, en la sociedad actual, las tendencias del consumidor vienen a veces dictadas por la oferta a la que tiene acceso. En este sentido, me pareció llamativo un artículo que apareció recientemente en el periódico de mayor tirada nacional donde se recogía que el número de establecimientos que venden “comida basura” alrededor de las escuelas en barrios desfavorecidos es hasta un 62% mayor que en los barrios de clase media. De modo que no es solo que la comida sana esté fuera del alcance de la población con menor poder adquisitivo, sino que la menos saludable está al alcance de la mano.

Siendo que vivimos en una sociedad llena de contrastes, no es de extrañar que existan otros sectores en los que se vive una verdadera fiebre por productos sanos y con cierto aire de sofisticación. Este es el caso de las hortalizas tipo “baby”, pensadas para ser consumidas como snacks saludables. Prácticamente todas las empresas de semillas de importancia en el sector tienen o están desarrollando productos de este tipo. Esto no es de extrañar si se tiene en cuenta que, únicamente en el Reino Unido, la demanda de este tipo de productos ha crecido más de un 50%. Sin embargo, en algunos casos, esta forma de alimentación sana podría ser un espejismo, ya que con objeto de hacerlos más atractivos al público en general, pero sobre todo a los niños, se está aumentando su contenido en azúcares. Además, como cabía imaginar, estos son productos “gourmet”, es decir, tienen un precio más elevado que el de las hortalizas de tamaño normal. Por supuesto, estos productos vienen a satisfacer un nicho de mercado que se ha generado y contra el que yo personalmente no albergo ninguna objeción. En cualquier caso, estas hortalizas resultan mucho más saludables que los productos procesados, aunque no contribuyen a solucionar el problema al que aludíamos al principio y que se resume en que, en algunas partes del mundo, “una dieta sana es una dieta (más) cara”.